22.11.13

La cacería (*)

La débil claridad del amanecer insinuó árboles ahí donde la noche no resignaba su poder subyugante. Daniel Celaya buscó apoyo en una pierna y apuntó a su presa. El disparo impactó en el cuello del puma metido en el monte, a unos kilómetros del arco de entrada a Bovril. La cabeza del animal rodó como un juguete desarticulado. Por unos segundos, el cuerpo quedó parado en cuatro patas, en pose de efigie egipcia decapitada. Antes de caer por completo, un grito desgarrador resonó entre los algarrobos. Cualquier testigo incrédulo hubiera dudado de que la extraña amputación tuviera relación con ese alarido humano. Celaya sabía el valor que tenía la anticipación para la caza. Escuchó nuevos movimientos, levantó el rifle y disparó, otra vez fríamente, a la segunda manta de pelos pardos que se escapaba hacia le espesura del monte. A plena luz del día, la sangre estalló en un rojo bermellón sobre los espartillales. En ese momento, supo que la cacería había terminado.


Treinta y cinco años de preparación habían llevado a aquel encuentro. Las lecturas —prudentes y solitarias de Celaya— mencionaban que de las tres técnicas de caza mayor, el acecho requería individuos pacientes, hábiles en el arte de seguir rastros y crear trampas. Su metódica conducta demostraría que no fueron contingencias las que precipitaron los hechos.
A los diecisiete años, cuando su padre le comunicó que debía ayudar en el campo al terminar la secundaria, no pensó en torcer su destino. Al menor de los Celaya le estaba reservada la carrera de Veterinaria; a la mayor, la docencia; y a él, aunque aún no lo supieran, la cacería. Entre vacas, terneros, corrales y alambrados, Celaya fue armando un polígono para práctica de tiro.
Lo consideraban un muchacho trabajador, solitario, al que sólo una difusa sombra anunciaba por las calles planas de Bovril. Mientras el cuchicheo agitaba una supuesta imbecilidad asociada a esa conducta retraída, Celaya abrazaba ese destino revelado durante la infancia.
A los nueve años, encerrado en el galpón del patio, encontró una revista sobre caza de jabalíes. El artículo mostraba a un ganadero, tosco como su padre, y a una presa de colmillos cubiertos de baba. Pese al rictus de la muerte, lo feroz del jabalí le pareció sosegado por el escopetazo. Pensó que el rifle era un medio para liberar lo bestial que habitaba en todos los seres. En los territorios indómitos de sus fantasías, Celaya encontró una respuesta.
Conocer a los hermanos Pautasso, la descendencia de un humilde carpintero local, le daría un sentido trascendental a la cacería. Los Pautasso ganaron reputación por las bromas burdas y sistemáticas, a distintas personas del pueblo, más que por la terminación de sus muebles de algarrobo. Sin dudas, la más famosa fue la del audio pornográfico —gemidos y respiraciones ásperas— durante los festejos por el centenario del pueblo, en la plaza “3 de Febrero”. El hecho, que mereció el repudio de los presentes, hubiera carecido de relevancia para la familia Celaya sino hubiera involucrado al “menos despabilado” de sus hijos.
Bruno Pautasso fue quien convenció a Daniel Celaya de entregar aquel audio al sonorizador del evento. No transcendió qué argumento utilizaron los hermanos, quizás muy pocos porque la inocencia atribuida a Celaya estaba vinculada a un retraso intelectual, versión que habían hecho circular, por años, algunas maestras de la escuela.
Desde aquel episodio, Celaya asumió la tarea de seguirlos; hasta que, sin que nadie lo esperara, entablaron un vínculo. Meses antes de la cacería, los tres muchachos habían estado  bebiendo cervezas en un local de la avenida San Martín. En plena borrachera, Celaya había compartido, acaso con sus únicos amigos, el galpón en donde guardaba los rifles y las revistas de caza. Fue entonces que les contó sobre un viajante de Villaguay  que ofrecía una cabeza de puma y dos pieles. Los Pautasso, rojos los ojos ante la epifanía etílica, creyeron ver concretada la próxima burla. Celaya sabía la importancia de los señuelos para el éxito de cualquier cacería.
La semana previa a que, en prolijas filas, dispusieran las sillas plásticas en la plaza central y que las estructuras metálicas sostuvieran, una vez más, luces y parlantes, el pueblo sólo hablaba de los pumas. Ganaderos locales denunciaron la presencia de dos felinos merodeando los corrales; otros decían que deambulaban hambrientos al costado de la ruta o cerca de la estación de trenes.
Reunidos en un  montecito a las afueras del pueblo, los hermanos Pautasso pergeñaban la nueva aparición. Apostado en la oscuridad, Celaya aguardaba a su presa. Amanecía cuando los jóvenes, disfrazados de puma, jugueteaban entre los algarrobales. El cazador levantó el rifle y disparó dos veces. La acción fue interpretada, posteriormente, como una venganza. Sólo Celaya  sintió alivio y belleza en el acto que terminaba de ejecutar.

(*) La cacería obtuvo mención de publicación en la Edición 2013 de a Puro Cuento de la Biblioteca Popular del Paraná.

13.9.13

Gimnasia descriptiva

A mis alumnos de segundo año los invito a realizar una descripción literaria a partir de un foto. Les pido que elijan un retrato de la infancia y lo describan de manera subjetiva. Este ejercicio les permite descubrir adjetivos, sus usos y los efectos sobre la lectura. Para incentivarlos les llevo algunas fotos mías y las describo. Aquí le dejo uno de esos textos nacidos en el interior del aula.

 Los elefantes de la infancia

Estaba enojada, quien sabe por qué o quizás puedo imaginármelo. ¡Pse! ¡Pse! Del otro lado, del que miraba a través de una cámara, estaba mi padre que insistía en tomarnos una foto. Mi hermana mayor, Laura, inclinó su cuerpo y lo complació con una simple mueca. Yo no quería regalarle una sonrisa. Desde pequeñas siempre fuimos muy parecidas físicamente: los cabellos como campos de trigales que se mecían lacios sobre la espalda; delgadas y ágiles a la hora de correr detrás de una pelota o subir a un árbol. Para la gente, los que no podían ver más allá de esas cáscaras, aquellas niñas eran mellizas. Comprensible, pienso ahora, porque nos llevamos sólo un año de diferencia. Pero Laura miró a la cámara y lo consintió. Yo,  por el contrario, le grité. Y si uno lee los labios puede ver un inmenso “¿Qué?” , “¿Qué querés?”, al que se podría traducir como no molestes más. Siempre fui más insolente y caprichosa.  Ese día, supongo, estaba embelesada ante el elefante y no quería que nadie me robara la contemplación, ni siquiera una foto. En realidad, nunca había imaginado que podía llegar a estar frente a un elefante; eso era cosa de dibujitos animados o de países remotos. Por aquella época habíamos ido a ver, al cine Rex de Formosa, una reposición de la película Dumbo de Walt Disney. El simpático, tierno y pequeño elefante de enormes orejas, con las que podía volar, nos había cautivado el corazón infantil. Ese otro animal despintado y viejo, encadenado a un poste, no se parecía a Dumbo. Seguramente, observé detenidamente las gruesas y frías cadenas y los párpados caídos. La mole, cansada de tantos niños, aguantaba resignada su destino. Entonces, supuse que nada sería igual a los dibujos animados. Y ahora que lo pienso bien, quizás en esa foto no estaba enojada sino decepcionada porque los elefantes de la infancia ya no podían volar.   

16.1.13

El calamar gigante



En las playas de Tamarindo, Costa Rica, la surfista estadounidense, Lee Ann, permanecía sumergida en una pequeña pileta de madera frente al mar. Consumía heroína y entraba en un profundo y prolongado adormecimiento. Al despertar contaba, horrorizada, que los tentáculos de un calamar gigante habían intentado llevarla hacia el fondo del mar. Mick, su pareja, desagotaba la pileta utilizada por los surfistas para eliminar restos de sal en el cuerpo. Le demostraba que no había conexión posible entre aquella bañera y el mar.
En el eterno verano de Tamarindo, Lee Ann insistía que un calamar gigante quería succionarla y desoía cualquier tipo de argumento, incluso a quienes decían que esa especie de molusco sólo frecuentaba mares de agua fría. Una mañana, Mick halló la pileta coloreada de un tinte azul marino. Imaginando el peor de los desenlaces, buscó a Lee Ann entre las aguas oscuras, pero sólo encontró una botella de vino flotando. Pensó que esa era la explicación a la coloración del agua. Sin embargo, recordó que los calamares arrojaban una tinta negra al huir de sus depredadores.
Nadie volvió a saber de Lee Ann. A meses de la desaparición, revisando sus pertenencias, Mick encontró una foto vieja, enmarcada en insignias de un acuario de California. Lee Ann, pecosos ocho años, sonreía a la cámara y detrás, pegados a un vidrio, asomaban los tentáculos de un inmenso calamar. Casi sobre las ventosas, explotaba el flash de la cámara y emergía, en la espejada pecera, el fantasmagórico rostro del hombre que retrataba aquel momento, quizás el padre de Lee Ann. 
Publicado en Telaraña Digital 
 http://www.xn--telaraadigital-vnb.com.ar/noticia.aspx?id=799

2.1.13

Microficciones para leer en ojotas



Relatos surgidos a la vera de un río de caudalosa incertidumbre, con la leve sospecha que todo lo sólido se desvanece cuando la térmica supera los cuarenta y cinco grados. A partir de hoy en 
http://www.xn--telaraadigital-vnb.com.ar/noticia.aspx?id=739

La hora


—No me quiero morir —gemía atragantado en sollozos el niño—. No me quiero morir mami.
—Respirá, no dejes de respirar, ya llegamos —respondía la madre, con la cabeza y el brazo fuera de la ventanilla, haciendo nerviosas señas hacia la hilera de autos que taponaba la calle.
No se podía morir, era una picadura nada más, y él sólo un niño, se convencía a pocas cuadras de llegar. Mientras avanzaba a los bocinazos y a los gritos, el calor infundía más terror, como si algo tuviera que suceder en un día cuya sensación térmica estaba superando, inusualmente, los cuarenta y cinco grados.
Ya en el hospital, estacionó como pudo y entró sujetando al niño, casi alzándolo. Apurada repitió un par de veces que lo había picado un alacrán. Luego que el bicho estaba en el bolsillo de una malla, que había pasado poquito tiempo pero que temía por su envenenamiento.
—¡Picadura de alacrán!— gritó al aire la enfermera de guardapolvo rosa y los pasó a una habitación contigua, el Shock room.
Acostaron al niño inmediatamente en una camilla y comenzó un desfiladero de personas.
—¿Papito, tenés ganas de vomitar?— dijo un enfermero que apareció zangoloteando un suero.
El hombre hizo un par de bromas sobre la posibilidad de que el niño se convirtiera en superhéroe. El niño no sonrió; la madre ni siquiera lo escuchó, miraba cómo conectaban a su hijo a una máquina que registraba pulsaciones y ritmo cardíaco.
—Los síntomas podrían aparecer en la próxima hora. Vamos a dejarlo en observación por si hay que aplicarle el antídoto— explicó una doctora.
El niño y la madre quedaron solos en la habitación.
—¿Me voy a morir?
—Dejá de decir eso, además sos muy chico para morirte.
—¿Cuánto dijo que tengo que esperar?
—Dos o tres horas.
—¿Esa aguja más larga marca la hora? —preguntó el niño señalando con la vista un reloj grande, con inscripciones de un laboratorio en el fondo.
—¿Te enseño a leer la hora?
Comenzaron a practicar y contabilizar horas, minutos y segundos de espera.
De repente la puerta se abrió de un golpe y entraron otra camilla a la sala. Los separaron mediante un biombo de tela.
—Paciente de seis años, iba en bicicleta cuando lo atropelló una camioneta. Fractura de pelvis y contusiones en la cabeza, momentáneamente estabilizado. Completamente sedado. La mamá también fue atropellada —leyó alguien.
Algunas enfermeras corrieron, otros doctores pedían un cirujano y una voz ordenó, finalmente, que trasladaran al accidentado a terapia intensiva.
Por unos minutos, los tres quedaron solos. La mujer miró entre los espacios que dejaba al descubierto el biombo. El niño recién ingresado parecía dormido, tenía un semblante extremadamente pálido. El chico repentinamente pidió por su madre, le rogaba que sostuviera su mano. La mujer dudó en cruzar hacia el otro lado, hasta que atravesó el divisorio para acariciar aquella manito ensangrentada. El niño susurró algo sobre la bicicleta y de inmediato dejó de respirar. La mujer gritó por ayuda. Lo que siguió incluyó corridas, un ascensor que se abría y las ruedas de la camilla que se perdían detrás de la puerta corrediza.
A la hora estimada por los médicos, la mujer y el niño de la picadura abandonaron el Hospital. Ni la madre, ni el hijo mencionaron lo sucedido con aquel chico accidentado. Compartían un silencio inquebrantable porque sabían que la muerte llegaba a la hora exacta, así fuere un niño quien allí estuviera.

25.11.12

Entre los pastizales

Acrílico sobre papel 


Entre los pastizales (*)
“entre la verdad y la mentira está la realidad”, frase escrita
con carbón y caligrafía temblorosa en una quinta
sobre el riacho de Oro, casi desembocadura con el Paraguay.


El primer ataque sucedió, capricho del azar, el día de los muertos. Esa tarde de noviembre, el doctor Centurión llegó a la quinta asediado por el calor, con la camisola blanca mojada y los pies hinchados. Los perros siguieron el auto desde el portón hasta la cueva formada por la copa de dos añejos mangos. Estacionó, espantó a los animales de un puntapié y arrastró arenilla en su camino hacia la casa.
Le costó abrir la puerta, la chapa estaba oxidada. Al entrar, un ventilador de techo removía el aire sofocante. Sólo la presencia de una mesa —cubierta de diarios y revistas apilados— y sus seis correspondientes sillas recordaban que ese cuarto había sido el comedor en donde almorzaban los fines de semana. No era fácil la movilidad; al hacerlo, debía esquivar bicicletas de niños, cortadoras de césped en desuso, muebles antiguos, cajas de vinos y bolsas negras. Dejó la ropa sobre un bulto indefinido y buscó una malla de baño que colgaba de un clavo. En un pasillo había una heladera que contenía unos cortes de queso, un vino abierto y un vaso usado. Sacó el envase, se sirvió lo que quedaba y salió al patio mascando el queso duro.
La silla playera estaba tal cual la había dejado la tarde anterior: debajo de un parral invadido por una enredadera tropical. Se sentó enfrente de la piscina, sabía que el agua estaba cristalina porque él mismo se encargaba de echar los químicos y aspirar la suciedad, aunque rara vez se metía. Permaneció bebiendo sin espantar a los jejenes que lo atacaron de inmediato, demostraban especial encono hacia los tobillos. No pensaba, no sentía, tenía la mirada vacía,  alejada de aquel cuerpo taciturno.
El sol cayó sobre los pastizales y todo lo verde fue de color dorado. Algunos mangos, en caída libre a través de las ramas, alborotaban el aire espeso y húmedo. Al estallar en el suelo, el sabor dulzón de la fruta llegaba hasta el doctor que veía sin mirar la piscina. El chiflido de un pájaro, muy parecido al llanto de un niño, lo sobresaltó y entró a servirse vino; de paso, sacó el alimento para los animales.
La noche llegó anunciada por una nube de mosquitos y algunos fuegos artificiales que recordaban a los santos difuntos. Tuvo que dejar de mirar el cielo para seguir el quejido de uno de los perros. El gemido agudo y constante lo metió en la maleza de la parte trasera de la casa. Las ranas chillaban desquiciadas, como si anunciaran lo que sucedería. En la oscuridad vio algo rondando los lapachos; quizás un hombre o una bestia, la noche no los diferenciaba. Pegó uno grito —creyó que lo asustaría— pero la cosa se escondió en los yuyales y, agazapada, rasgó la corteza como si afilara unas cuchillas. Centurión corrió hacia el auto, todo lo rápido que podía un cuerpo cansado de sesenta años. Embistió el sillón, el vaso olvidado en el suelo —los vidrios se le incrustaron en los talones— y salió manejando, semidesnudo, por el terraplén que daba al riacho.
El camino de tierra terminaba en una avenida poco iluminada. Tuvo que detenerse varias veces para dar paso a las personas que volvían del cementerio municipal. El auto finalmente estacionó en el garaje de un chalet de dos pisos. Las tres ventanas de la casa estaban tapadas por robustos acondicionadores que chorreaban gotas de agua a la vereda. Llegó cuando ya habían cenado. Una de sus hijas tenía la cara metida en la pantalla de la computadora y su mujer, en el dormitorio, conectada a un juego en red. No registraron la agitada respiración de Centurión, ni las manchas de sangre sobre los pisos de madera.
Durante dos días dudó de lo ocurrido. Al tercero, regresó; esta vez, lo hizo de mañana. Suspendió los turnos de la jornada y rumbeó al riacho. Al abrir el portón sucedió lo de siempre: los perros corrieron hasta los mangos, él bajó lentamente, pero se cuidó de no espantar a los animales. Los notó más intranquilos, seguramente hambrientos; uno de ellos cojeaba. No entró, fue directo hacia la arboleda trasera. Contempló los troncos rajados, restos de corteza colgaban como piel muerta de los lapachos. Los árboles dependían de unas pobres conexiones que supuraban un líquido viscoso por las laceraciones.
No se quedó en la quinta; caminó por el terraplén aguas arriba. El sol le pegaba fuerte en la cabeza. A diez minutos dio con el rancho de Agustín, un jornalero que solía emplear para la limpieza del terreno. El aire parecía detenido y las cosas petrificadas bajo ese sol tremendo. Colgados de la barranquita, casi en la orilla, unos cuantos niños tiraban sus líneas con ahínco y poco éxito. El más negro y pequeño se entretenía con una piraña muerta. El pescado tenía los dientes hacia fuera y el niño, que ya le había metido un palo en la boca, le hurgaba los ojos vidriosos. Pensó en la curiosidad, en la inocencia y, de inmediato, en la muerte.
Palmeó ante una cortina que estaba en lugar de una puerta. A su encuentro salió una mujer joven, de mirada serena y voz pausada. Le dijo que Agustín no estaba, que ni bien llegara le avisaría. Volvió a la sombra de los mangos y esperó bebiendo sin sacar la vista del portón principal. Agustín llegó a la siesta, escondido en un sombrero de paja de ala ancha.
Con sólo diez años menos que su patrón, su rostro acusaba más edad y mayor tranquilidad. Estrecharon las manos y el jornalero quedó de cuclillas en la arena. Hablaron del tiempo que hacía que no se veían, de las moscas sobre los frutos caídos, de todo menos de la familia del doctor. Agustín no preguntó por la señora y las niñas, sabía que ninguna de ellas había regresado desde lo sucedido a Pablito, el hijo menor. Poco tiempo después del incidente, los pastizales habían avanzado sobre la cancha de tenis —donde el doctor y su mujer solían entretenerse junto a colegas y amigos— y Agustín había pasado, de un empleado de jornada completa, a ir tres veces al año a cortar los yuyales.
            Centurión le mostró los árboles desgajados. Parados desde lo que parecía un abismo, los dos hombres analizaban los tajos. Agustín mencionó al yurumí, un oso hormiguero, al aparecer con uñas capaces de hacer semejantes hendiduras en la madera dura de un lapacho; aunque le aclaró que él no había visto uno en años. Esa noche el doctor durmió en la quinta. Desocupó la mesa y le puso un colchón mugriento. Soñó que se acercaba a un hombre que tajaba frenéticamente con un bisturí uno de los lapachos. Iba a develar su identidad cuando algo cayó a la piscina. Al instante, estaba sentado en el borde de la pileta vacía. Las paredes, sin pintura, respiraban a través de grietas como si fuesen branquias. Se despertó sudando.
El segundo ataque sucedió treinta y cinco días después del primero. Agustín pensó —máquina para desmalezar en mano— que las almas en pena sorprenden a los vivos. Entre medio de la primera y segunda agresión, su patrón protagonizó otro tipo de encuentro. Anochecía y los manchones rojizos teñían el cielo de violeta. Los pájaros caían como pedradas a las copas tupidas. Centurión no hacía más que beber debajo de la parra. El trote de los perros hacia el terraplén lo hizo registrar a un hombre y su bicicleta sobre el alambrado que separaba la quinta del riacho. Los perros ladraban tímidamente, parecía un saludo; debían conocer a esa persona, supuso.
 Tres minutos tardó el sol en perderse en el horizonte, tres minutos tardó en llegar la negritud cerrada que devoraba las formas, muy parecida a la oscuridad de un pozo de agua. Pese a los mosquitos, el hombre siguió en el alambrado, más inclinado y con la cabeza gacha. Centurión se arrastró por los pastos cortos. Cuando estuvo cerca de la figura, se incorporó, de un solo movimiento, pasó la mano por el alambrado y lo tomó de la camisa. El hombre, espantado, intentó pedalear; no pudo.
Lo que sucedió después quedaría asentado en la Comisaría Cuarta. En la presentación policial, un tal Cristian Román, domiciliado en Lote 4, expuso que, al atardecer, el agresor “asinomá sin motivo” lo embistió como “toro enloquecido”. Contó, además, que pudo zafar, con tan mala suerte que en la huída agarró un montículo de tierra y rodó por la barranquita hasta el riacho. El agresor lo persiguió y se le tiró encima, dejó constancia el damnificado. Centurión no se presentó en la comisaría.
Miró el almanaque —llevaba la cuenta de los ataques— y llegó a la conclusión que se producían con posterioridad a un festejo religioso. El veinticuatro de diciembre podría acontecer el tercero. Se preparó para el encuentro, aunque sin saber qué permanecía oculto entre los pastizales. Buscó tanzas y anzuelos, para peces de más de treinta kilos, y preparó la trampa destinada a creyentes alcoholizados o animales salvajes. Uno por uno colgó los anzuelos alrededor de los troncos. Vistos desde lejos, las curvaturas de acero construían una máquina de guerra del medioevo.
Los fuegos artificiales de nochebuena llegaron y los perros buscaron refugio en la parte trasera de la casa. Antes de dormir, Centurión recorrió con una linterna las trampas; los anzuelos brillaron al encuentro de la luz. Nadie había caído. Al amanecer se despertó con el gemido angustioso de uno de los animales. Buscó un machete y salió hacia la arboleda trasera. La claridad fresca de la mañana chocó contra su aliento etílico. Cerca de donde había acontecido el primer ataque, uno de los perros colgaba sostenido de los anzuelos. El acero le había rajado la boca, atravesado la panza y abierto en dos las manos. Chorreaba sangre y casi no se movía, quizás exhausto de pelear contra la oscuridad, o bien ya estaba entregado a la muerte. El otro perro lo miraba desde la lejanía del desconcierto. Centurión no pudo desengancharlo, buscó a Agustín y juntos lo cargaron al auto.
Al veterinario no le llamó la atención los rasguños en los troncos, había indicios de un rasqueteo monótono sobre la madera. Los canes, en ocasiones, desarrollaban conductas atípicas si estaban expuestos a sonidos como los de la pirotecnia, le explicó. Lo que no tenía sentido era el método de los anzuelos; prefirió no indagar.
Decidió retornar a la quinta cerca de año nuevo. No había señales del otro perro. Lo rastreó en cercanías al riacho. El olor fétido lo guió hasta un pedazo de carne negra depositado en donde había tenido el encuentro con el hombre de la bicicleta. A penas unos metros más adelante, sobre unos camalotes secos, yacía el perro con el vientre hinchado de veneno. La venganza parecía haberse llevado al último de los animales.
Centurión buscó una carretilla y lo trasladó a la quinta. Al pie de un lapacho, cavó hasta el borde del desmayo. Dejó al perro en el pozo y lo cubrió de tierra. Palada tras palada pensó en su hijo, Pablito. Si se puede llamar llanto a un grito gutural, dirán que Centurión lloró ante la tumba del animal como no lo había hecho ante el cuerpo de su niño. Pronto su angustia se convirtió en espanto: algo cayó a la pileta. Entonces, se le vino encima esa expresión de asombro de Pablito, sus ojitos negros abiertos en el fondo del agua; y cómo no sorprenderse de la muerte a los dos años, se dijo.
El tiempo, fijado en una extraña repetición, hizo que sudara nuevamente terror en los cien metros que lo separaban de la piscina. Al llegar, una de sus hijas, agarrada de las escaleras, se acomodaba perezosamente la bikini.
—Che pá —dijo sin mirar el rostro desencajado de su padre— haber si limpiás un poco la quinta para poder venir este verano.
            Centurión, aún sobresaltado, le tendió la mano. Ella subió y él se arrojó al agua tibia. Ese día, flotando boca arriba, el cielo le pareció extremadamente limpio. 

*Este es el cuento que recibió mención de publicación en el Concurso Literario 2012 de la Biblioteca Popular de Paraná. El acrílico pertenece a una serie de experimentaciones que estoy haciendo en papel. 

15.4.11

Cuando las hojas....





Este es un libro de cuento-ilustraciones, lo hice pensando en la vieja casa de mis abuelos en Paraná, en su inmenso fondo en donde se alza a sus anchas un ceibo de bastantes años; y en la tristeza que me produce ver como desaparecen esas casonas para ser ocupadas por palomares-departamentos-mamotretos de hormigón que las personas aplauden vigorosas como señal de progeso urbano. Es un cuento para mis hijos, para que ellos siempre recuerden el olor a la hierba fresca, a los jazmines, a la verdura recién cosechada y a la fruta arrancada de los árboles. Bajar aqui: http://www.slideshare.net/maraxul/cuando-las-hojas-susurren-canciones-al-viento

24.9.10

Tacuarahabitación




(oleo-aerosol sobre papel)

Pájaros que entran a habitaciones vacías

17.3.10

Refugio-casa adobe


Oleo sobre papel (65x50 cm)

15.3.10

Las mariposas de Carmela



A Carmela se le escaparon mariposas del pecho; ese día, murió de tristeza.( óleo sobre tela 1,03 m X 75 )

21.2.10

Miss Mary

Uno de los personajes del libro La insolencia del vinal. "Miss Mary tenía casi ochenta años y parecía una niña envejecida. Llevaba puesto un vestido blanco, con bordes de encaje de algodón, y una hebilla de mariposa le sostenía un lánguido mechón, entre rubio, colorado y canoso, que le cruzaba la cara." (Fragmento)

16.2.10

cardonovia




En su inocente mirada veo escrita su perdición. (óleo sobre tela)

30.12.09

La insolencia del vinal

Tarareando la canción de Lou Reed inició su último viaje. Sus pasos eran alumbrados por el auto en llamas y la luna blanquecina hecha plato en lo alto del cielo. Estaba cerca del quebracho colorado que anunciaba la llegada a la comunidad, en ese punto exacto debía doblar y avanzar unas horas más. Arrastrando los pies, casi sin fuerzas, intentó seguir el difuso sendero que terminaba en unas matas enroscadas de vinal. El olor fresco a palo santo la avivaba a continuar, sabía que cruzando los espinosos árboles encontraría a Oliverio. Se tocó la nariz y arrastró con sus dedos un hilo de sangre hasta los labios. El gusto amargo le llegó a la garganta. Miró las estrellas, nunca las había visto brillar tanto, y sintió que todas ellas se unificaban e inesperadamente formaban un contundente resplandor. El destello la cegó por completo, hasta voltearla. Derrumbada en el suelo, en intermitentes chispazos, pudo ver el rostro de Oliverio en un día soleado, como queriendo decirle algo, con la boca obscenamente entre abierta, doblando de un lado a otro la cabellera apelmazada; pudo ver sus pies enrojecidos, tan lejos, tan desnudos, como ya idos; y pudo, también, retener su sonrisa, anticipando lo que ya no serían.
El monte cantó canciones de cuna, el oxígeno acompasadamente dejó de fluir hacia todos sus órganos y Ana entró en un largo sueño. Miró el firmamento desde una simplicidad extrema, como nunca antes se había detenido a verlo, se llenó los ojos de astros y se dejó absorber por el brillo que la invitaba a danzar entre los haces de luz. Impregnada de puro cosmos, volvió a cerrar los ojos y exhaló lentamente, sabiendo que era su último aliento. El aire se le escapaba y no había modo de retenerlo. Al rato, estaba hecha una sombra de la mujer que había sido. Entonces, dejó atrás al penoso y dolorido cuerpo y prorrogó su vagabundeo por el desierto. Corrió muerta, sabiendo que lo estaba.
Hecha dulce ánima, tomó nuevamente la carretera principal, absorbida, esta vez, por los rayos de sol y el calor agobiante del nuevo día que asomaba. Sentía la luminosidad cayéndole sobre las pestañas, recordaba ese ardor que producía el sol, aunque sólo lo podía captar en remembranza, no en la experiencia, no desde los sentidos. Intento abrir los ojos y se dio cuenta que ya no los necesitaba, las entidades se manifestaban desde sus energías. Un zorro se acercó y le hociqueó la mano. Ella lo acarició y comprendió que debía seguirlo. Anduvieron uno al lado del otro, el animal le transmitía calma y serenidad, la necesaria para no abandonar ese rumbo incierto. A poco de iniciada la caminata, el zorro se detuvo y ella también lo hizo. De inmediato supo que debía seguir transitando sola lo que quedaba del camino, que el zorro ya no la acompañaría. Avanzó un rato más hasta que una camioneta se le vino encima y la tiró al suelo. No fue un golpe lo que sintió, sino una especie de fuerza que la aspiraba. Desde la tierra caliente vio las cubiertas humeantes. Después, la puerta del vehículo se abrió y unas piernas delgadas, enfundadas en unas botas All Stars rojas, caminaron hacia ella. Entonces, pudo comprender lo que estaba sucediendo. Sin pensarlo, se lanzó sobre su cuerpo ya ido. Aprisionando la delgada figura, contempló su rostro extremadamente bello, con una paz inquietante, nunca había podido percibirse a sí misma desde lo bello. Se acarició la rala cabellera, sin pena, sin lástima. Besó sus propios labios cuarteados, para reparar el amor que nunca había tenido y reposó en paz sobre el pecho agitado de quien viviría sus últimos días. (Fragmento de la Insolencia del vinal, libro a publicarse por la Fundación La hendija. A los interesados en adquirir la novela, escribir a maraxul@hotmail.com)

Arbait macht frai


De los edificios cayeron cuerpos. Era mentira, el trabajo no los hizo libre y el campo de concentración aún no ha cerrado sus puertas.

Desvelo


No enciendas la luz, no abras la ventana.
Esa sombra no soy yo.

Ausencias


La abuela Chichí en su fondo con aroma a jazmines.

19.12.09

Ánimas o te animás


Dibujo sobre papel 210mm X 297mm. Tinta, acuarelas, lápices y acrílicos.

Alas de ceibo

(dibujo sobre papel 210mm X 297mm.
Tinta, acuarelas, acrílico, lápices)

17.12.09

La nadadora


Nadar en contra de la corriente, o simplemente nadar en una época de gente con paraguas. (Dibujo sobre papel, tinta, acuarelas, y lápiz).

Payaso boy

Morisquetas, ademanes, pelotas al aire, qué más hacer por una mirada del otro. (Dibujo sobre papel, tinta, acuarelas y lápices).

16.12.09

Om Antonia Om


Foto intervenida